Esta es una historia sencilla.
Una historia sin nada especial. Una historia como las miles de historias que podemos
encontrar dentro de ese magma de seres anónimos que formamos los habitantes de
las ciudades y pueblos. Una historia enmarcada en calles, asfalto, teléfonos,
edificios, bares, oficinas, coches, ruido. Una historia, como tantas otras, de
miedos, tristezas, sueños y pequeñas miserias.
Una historia que, probablemente,
no le importa a nadie.
Dudo que mucha gente se sienta
identificada con ella, que aprendan algo, que encuentren en ella un referente,
un punto de inflexión a través del cual puedan reflexionar sobre sus propias
vidas. Con ella no pretendo sentar ningún tipo de cátedra, sólo hablar de algo
cotidiano, fútil, banal… incluso trivial si quieren. Y es cotidiano porqué esta
historia trata sobre el amor. Y no, no se confundan, no he querido decir que
les voy a contar una historia de amor; sólo voy a hablarles del AMOR en
mayúsculas. Así de simple. Así de complicado.
Siempre he pensado que el amor es
lo más abstracto que existe. Y es así porque se sustenta en las emociones y
estas, como bien saben, son tan variadas como los seres humanos que habitamos
este planeta. Muchos han intentado racionalizar el amor y no han logrado
aportar absolutamente nada para aclarar ese misterio. Muchos han escrito sobre
su visión del amor y, simplemente, nos han dejado obras maestras de la
subjetividad. Nada es aplicable, nada es generalizable cuando se habla de ese
sentimiento. ¿O tal vez si?
El amor se sustenta en dos
pilares fundamentales: la pasión y la consecución de un proyecto vital común. Y
lo más paradójico es que hay muchas relaciones que subsisten sólo con uno de
ellos. Incluso me atrevería a afirmar que muchas lo hacen sin tener ninguno en
el que apoyarse. Aunque eso le pasa a una gran parte de la gente, lo cierto es
que son necesarios los dos; ambos son los que articulan el nirvana de la
felicidad pero, por extraño que parezca, también el infierno del sufrimiento.
Lo demás es sólo confundir el amor con otros sentimientos que nada tienen que
ver con ello.
Cuando se siente pasión y no
existe un proyecto común hablamos de algo tormentoso, del caos más absoluto y
desbordante. Es entonces cuando los celos, el deseo, la ira, la necesidad, el
desprecio y el dolor articulan una unión que sólo puede perdurar durante una
cantidad muy limitada de tiempo. Son aquellas relaciones propias de los que yo
defino como yonkies de las oxitocinas,
de esos seres humanos que cargan sus particulares riñoneras de medias verdades,
falsas promesas y sueños rotos. Estas relaciones duran hasta que la necesidad
desaparece, que no la adicción, y es entonces cuando uno, o los dos al unísono
en función del grado de dependencia, van en busca de una nueva dosis, de una
nueva vida, de una nueva falsa promesa de rehabilitación.
Existen relaciones pasionales que
duran mucho más tiempo. Que se prolongan durante años y años. La historia de la
humanidad está llena de ellas. Su esencia es irracional como tantas y tantas
cosas en la vida. ¿Por qué nos emocionan canciones en inglés de las que no
entendemos la letra? Por qué son capaces de removernos, de evocarnos, de
provocar que algún resorte se muevo dentro de nuestro cerebro límbico. Lo mismo
pasa con estas relaciones, que funcionan por parámetros que no se pueden
explicar ni entender y que resultan difíciles de asimilar incluso para aquellos
que están inmersos en ellas. Evidentemente la falta de un proyecto común acaba
generando, como no podía ser menos, frustración y dolor. Pocas se perpetúan y
las que consiguen hacerlo es, o porqué por fin aparece un camino de baldosas
amarillas que nos lleva a un reino mágico, o por qué esas personas logran converger
en un desmosoma maravilloso e inexplicable hacia la felicidad. O al menos hacia
ese grado limitado de felicidad al que podemos aspirar los seres humanos.
Por un proyecto vital entiendo
ese punto de correlación, complementariedad y visión de futuro conjunta que
necesita toda relación afectiva. Es reírte de las mismas cosas incomprensibles
y poco decentes, soñar con paraísos terrenales, disfrutar de elementos
rutinarios que incorporas a tu vida. Es un futuro que deambula por una línea en
la que la empatía, la afinidad y la química material, que muchas veces también
es emocional, marcan la pauta.
Cuando existe sólo un proyecto
vital compartido las cosas son muchos más banales. También más fáciles. Es
entonces cuando estamos a gusto, cuando nos encontramos cómodos, cuando nuestra
vida es como la de todos: hipoteca, piso, muebles, coches, playa, comuniones,
pollas semi erectas, orgasmos fingidos, bendita rutina, calma chicha.
Comodidad, tranquilidad.
Hay personas emocionalmente
castradas que necesitan eso.
Hay otras que por miedo e
ignorancia nunca aspirarán a nada más. Para ellas la pareja no es más que una
cantidad cuantificable y absurda de cosas, hábitos y rutinas que configuran una
vida; una existencia. Generalmente se sienten bien ya que están convencidos, de
forma no siempre consciente, que eso es la felicidad y lo que uno ha de hacer
tener para convertirse en una persona de
bien y socialmente aceptada. Lo triste es que ese autoengaño lo hacemos única y
exclusivamente para no estar solos y para
sentirnos supuestamente queridos. Y lo trágico es que en la mayoría de
las ocasiones nos creemos nuestras propias mentiras. A fin de cuentas somos
animales sociales.
Lo más paradójico de todo es que
un proyecto vital, desde el más simple hasta el más complejo, matizado e incomprensible, requiere de la
pasión para funcionar como un todo. Y la pasión se acaba sin un proyecto vital.
Así es la vida.
Al principio les he dicho que
esta era una historia sencilla y nada especial sobre el amor. Pero su escasa
trascendencia no quiere decir que no sea importante. Y lo es por qué la miro
desde el egoísmo de mi más absoluta subjetividad e individualidad. Esta es una historia de pasión y de falta de
ella, de proyectos vitales y de la ausencia de ellos. Esta una historia de
felicidad y de dolor, de alegría y de tristeza. Una historia que, aunque sea
como tantas otras, a todos nos afecta.